¿Está muy mal si ya nada de verdad me importa?
¿Está muy mal si ya no confío en nadie?
¿Está muy mal si ya no creo en ciertas cosas?
Como el cielo es azul y el odio no duele
La gente está sana y crecer ni se siente
‘Crecer’- Las Ligas Menores
“Una vez que te vas del lugar donde creciste, y volvés, te das cuenta de que nunca perteneciste a él”. Me caen las primeras lágrimas. Padre e hija están acostados en la cama. Él le corre el pelo, le acaricia la frente mientras ella se queda dormida. Hay ternura en el gesto y crudeza en las palabras. Al igual que la familia, el lugar de origen no se elige.
Estoy en el Cinépolis de Recoleta con Cata. Cuando la invité a ver la película que Juan me venía recomendando hace varias semanas, me dijo que sí sin dudarlo. “Quiero verla por segunda vez, vamos”.
En Aftersun, un padre joven, Calum Aaron Patterson, de unos 30 años, pasa unos días de vacaciones en Turquía junto a su hija preadolescente en los años 90. Los libros que se apilan junto a la televisión dan cuenta de una persona que intenta estar mejor, que busca: Tai Chi, Meditación, una antología de poemas y cuentos. Tienen una filmadora Panasonic con la que registran distintos momentos, aunque a veces el padre se cansa, y le pide que la apague.
Al igual que la literatura, el cine tiene el poder de hacernos reflexionar sobre nuestra propia vida (me siento ridícula escribiendo esto porque es un cliché, pero es cierto). Salgo del cine pensando que no tengo videos actuales con mi familia ni filmaciones de mi infancia. Hace unos diez años, revisando cajones con viejos juegos para PC, había unos disquetes sin etiqueta. No recuerdo si mi mamá los hizo convertir a DVD (es lo más probable), pero encontramos la manera de reproducirlos. Esa vez fue la única. Eran un par de filmaciones en el campo, con mis tíos y mi mamá. En ese momento solo tenía una hermana, quizás mi hermano era bebé, pero no aparecía frente a la cámara. Dábamos vueltas a una mesa y bancos de piedra, en traje de baño. Yo hablando, hablando, hablando. Igual que ahora, pero con veinte años menos. Mi hermana, seria, observaba la escena. Mi tío, dueño de la filmadora, desapareció de nuestras vidas. A diferencia de la protagonista de la película, en caso de querer revisitar mi infancia, no tendría más material que éste.
Recuerdo la angustia de verme en una versión más pequeña. No era tan grande, y tampoco lo soy ahora, pero me impactó ver el paso del tiempo condensado en esa imagen algo granulosa que se proyectaba en la tele. Mis padres no tuvieron filmadora, nunca quisieron. “Me daba impresión filmarlos y verlos después” me dijo alguna vez mi mamá.
Algunos días después de ir al cine con Cata, las imágenes de Aftersun siguen trabajando en mí. Recuerdo cuando Sophie le dice a su padre que guardará un momento en su mente. Después de hacerle una pregunta incisiva sobre su infancia a su padre, es obligada a apagar la cámara. Es la única opción que tiene, igual que yo. Me veo parecida a ella: piel blanca, ojos marrones y el pelo oscuro, lacio. ¿Cómo voy a recordar a mis papás cuando no estén? ¿Voy a querer hacerlo con videos? ¿O voy a preferir esa imagen mental que me quede de ellos? ¿Cómo voy a recordar a un papá que huye de las fotos?
Las fotos de mi papá de niño son forzadas. Él posando en la montaña sosteniéndose las manos hacia atrás del cuerpo. Juntando sus manos, esta vez en forma de rezo, el día de su primera comunión. En otra, también en algún destino turístico, está intentando escapar de la toma, con una pierna en movimiento. Vi pocas fotos de su adolescencia. De chica, me gustaba ver el álbum del día que se recibió de ingeniero forestal: los huevos y el licuado de remolacha que le tiró mi mamá, el jean cortado en pedazos. Sus amigos rapándole mechones de pelo negro, espeso.
Atesoro una foto de él y mi mamá sacada unos meses después de su graduación. Está colgada en mi cuarto. Ambos sonríen; mi mamá con todos los dientes, los ojos brillantes, él, con una media sonrisa de costado, algo tímido. Ese día, la que se graduaba era ella. Ambos tienen camperas de jean y la vida por delante. Yo llevé una campera similar a la de mi mamá para abrigarme del aire acondicionado del cine cuando fui a ver la película de Charlotte Wells. Era de mi papá y la llené de pins. En la película, Sophie conversaba con el suyo, recostada en la cama, con una campera idéntica a la mía.
Pienso en la película de Agustina Comedi, El silencio es un cuerpo que cae. De nuevo, una hija y su relación con su padre. El archivo audiovisual familiar le permite a la directora no solamente reconstruir su historia, sino también descubrir una faceta de su padre que le era desconocida. La primera vez que la vi, pensé con envidia que hubiese sido increíble tener un archivo propio, pero, además, un padre divertido, ocurrente, activo. Al que le gustara salir en las fotos.
“Tu papá es el que tenés” me dice mi madre cada vez que me quejo de mi padre. No pasaron 24 hs, pero una misma idea me sigue obsesionando: crecer duele. Un abismo comienza a separarnos de nuestros padres, el cuerpo cambia, las emociones abruman. ¿Es lo que le sucede a Sophie, o lo que me sucedió a mí cuando tenía su edad, 12 años? De todos modos, crecer, a los 17, a los 20, a los 27, sigue doliendo. Quizás crecer tenga que ver con abrazar a esa niña que fuimos, como recomiendan los coaches de Instagram. O abrazar a mi padre, metafórica y físicamente. Al fin y al cabo, las dos cosas son inevitables: crecer y el padre que nos toca.