Las manos
Un texto que espero se expanda y crezca tanto que ocupe varias páginas: por ahora, un asomo tímido de una idea demasiado ambiciosa.
Hay una imagen que me persigue hace años. Estoy parada en los escalones de la Parroquia San Antonio, con el uniforme, pero con la extrañeza que genera estar vestida de ese modo en un lugar que no es el colegio, y en un horario que tampoco es el escolar. Son las 7 de la tarde aproximadamente, y nuestro profesor de música (que es el profesor de todos los cursos de primaria y secundaria de nuestra pequeña institución) nos dirige con firmeza y dulzura a la vez. Una piel de gallina me paraliza y me hace levitar cada vez que entonamos la canción de Mercedes Sosa. Las voces alrededor mío me arropan, se que mi mamá está en algún lugar del público, y el nudo en la garganta se va disipando mientras suenan los primeros acordes de la canción. No sé cómo sale mi voz, no la escucho, somos muchos, las manos de Ignacio, el profesor, que años después será coach en Cantando por un sueño nos guían, y miro hacia arriba, las luces de la iglesia me encandilan, alrededor mío todo es amarillo y mármol, opulencia que me choca y paraliza hasta el día de hoy. Y pienso en mi hermanita bebé y en mi mamá que la cuida, mientras canto, cantamos, las manos de mi madre saben qué ocurre por las mañanas. Y pienso que sí, lógico, mi mamá sabe todo, y sus manos nos arropan antes de dormir y corrigen exámenes de sus alumnos, aunque no amasen el pan en horno de barro como la mamá de la canción que además es una madre. Mi mamá es solo mamá, o ma. Escucha a Mercedes Sosa, como la escuchó antes su mamá y como la escucho yo ahora, y la magia de la canción sigue intacta, como si se pasara una herencia intangible pero poderosa entre las tres, las manos de mi madre me representan un cielo abierto, (...) un recuerdo añorado.
¿Y donde están las manos del padre? Tampoco digo padre: mi papá debe estar ahí, al lado de mi mamá, disimulando el tedio del evento escolar. Sus manos siempre cálidas arreglan las Barbies y las cabezas de los bebotes cuando se salen de tironearlas cambiándoles la ropita, y cambian enchufes y secan el café con leche que volcamos alguno de mis hermanos o yo, y abren el control remoto cuando no funciona (producto de esas volcadas de café con leche) y están ásperas y son lavadas con detergente y a veces con lavandina, hacen asado, a veces pan y pizzas y usan amoladoras y taladros y me cortan el flequillo y cada tanto acarician mi cachete. Unos años después veré a esas manos, las mismas que posan en símbolo de plegaria en una foto de primera comunión en la misma iglesia en la que ahora canto, resolver ejercicios de física y matemática y mostrarme como lijar o pasar cetol y sacarme astillas de los pies producto de patinar con medias en el piso de madera de la casa de la calle Arellano. Tiene casi 20 años y ya está cansado de soñar entona Tomás, de sexto grado, frente al resto de los niños: llegó el momento de los solistas. Libre, como el sol cuando amanece respondemos a coro en estribillo: yo soy libre, como el mar. Parada en la escalera de mármol, al lado de mis amiguitas me imagino a un hombre mayor (de 20 años, claro) subido a una sierra, no a una montaña, muy alta que mira al horizonte, una especie de John Smith de Pocahontas pero italiano, quién sabe por qué, que está a punto de embarcarse hacia quién sabe donde, quizás mezclado con la narración de otra de las canciones del repertorio: serás como una luz/ que alumbre mi camino/ me voy pero te juro que mañana volveré.
También están las manos de mi abuelo, enormes, macizas y de dedos gordos. A una de ellas le falta un dedo. No sé mucho más, solo que se lo cortó cuando era joven y trabajaba en el aserradero. Por eso tampoco escucha: las máquinas en el aserradero hacían mucho ruido y en ese momento no había protección, por lo menos eso es lo que escuché siempre en mi casa.
qué lindo inu 💜 espero que se expanda!